jueves, 22 de diciembre de 2016

127 días.

127 días. Es irónico que una de las películas que más me gustan lleve el mismo número, 127 horas, y en ella el protagonista pasara un infierno, mientras que para mí cada una de las horas de mis ciento veintisiete días fueran la mejor experiencia que he vivido.
Decidí no echar de menos lo que dejaba atrás porque sabía que al volver seguiría donde lo dejé y me centré en exprimir cada segundo que vivía allí al máximo. Entonces, dejó de importarme si engordaba cuando comía trozos de pastel en la universidad o cenaba cereales de chocolate los primeros días, dejé de pensar que no podía hablar inglés después de haber bebido unas cuantas cervezas o si decidíamos que era buena idea quitarle esas cervezas a los daneses, y dejé de preocuparme de si llegaba a tiempo a los sitios o no mientras cogiese a tiempo el 4a en esa parada de la residencia que estaba en medio de la nada.
Me di cuenta de que dejar que te conozcan no está tan mal si son personas que te llenan, de las que puedes aprender y con las que puedes inspirarte. Y sin ni siquiera buscarlo, supe que estaba en el sitio correcto y que rodeada de tantas aspiraciones y entusiasmo, iba a crecer como nunca aunque siguiese necesitando tacones para aumentar mínimamente mi metro sesenta y tres. 
Aarhus me ha dado más alegrías que lágrimas y solo inundé la ciudad los últimos días porque no se me dan bien las despedidas en las que no se dice hasta pronto sino adiós. Pero a pesar de no creer mucho en la suerte y estar más contenta que nunca los martes trece, de ver gatos negros cruzarse por delante al salir por la puerta del 66 y de derramar mucha sal sin importar porque sabía que iba a sobrar más de la mitad del paquete de dos coronas del Netto, está vez he tenido más suerte que nunca y ahora sé que siendo la misma de siempre, ahora quiero más y mejor.