miércoles, 15 de octubre de 2014

Los días raros.

El vaho dibuja formas en el aire que cobran vida al salir de las bocas de los transeúntes, en los charcos de la carretera se reflejan miles de vidas que pasan a cámara rápida con su paraguas en la mano, como si no les importase nada más allá de llegar a la hora programada sin mojarse, corriendo como si compitiesen entre ellos por ver quién llega primero a una meta que no existe. El estrés se apodera de la ciudad cuando los ojos todavía no se han acostumbrado a la aún oscura madrugada y lo único que alumbra a los pasajeros son sus cigarrillos, alguna que otra pantalla del móvil y las primeras luces encendidas en las ventanas de los edificios. 
Y mientras todos caminan absortos en sus pensamientos, chocándose unos con otros, empujándose para subir al autobús antes que nadie, yo soy la que da un paso por cada tres suyos, a la que le da igual mojarse bajo la lluvia y cierra el paraguas en medio de la calle, la que se pone los cascos para olvidarse del mundo, la que llega tan pronto que se para en medio del andén y deja pasar el metro de las ocho y tres.